Cuando uno entraba en el despacho de Luis Moita en la UAL, o nos llevaba a Covadonga, mi esposa, y a mí de paseo por Ericeira, nos recibía en su casa o comíamos pescado fresco junto al mar o en O Carteiro era posible sentir que la vida era algo bueno, que el mundo podía ser otra cosa.
El profesor Moita, el Papa Moita, como le llamábamos en broma cariñosa mi esposa y yo, llevaba en su conciencia la indignación por la injusticia, el sufrimiento por las guerras, el dolor por la pobreza. Pero al entrar en sus espacios era posible, también, reconciliarse con la vida. En su interés generoso, su insaciable deseo de conocimiento, su constante apertura a todo lo nuevo anidaba la esperanza de que sí, era posible, el mundo, como se suele decir, podía ser diferente.
Su actitud no era ingenua. Lograba sin esfuerzo convertir lo cotidiano en universal: un buen vino, el piano de Maria João Pires, un libro excelente, el asombro ante algún autor que merecía admiración, una obra arquitectónica única, la escalera modernista que llevaba a su biblioteca personal, una nueva máquina de café. Con el mismo asombro y entusiasmo preparaba un congreso internacional, escribía un libro, descubría nuevos autores, e impartía clase. Todo así, con esa fuerza que sólo da el amor.
La presencia de Luis todo lo envolvía, y como un mago, elevaba lo cotidiano a una dimensión superior, haciéndonos sentir con más intensidad, al día o a la hora siguiente de estar con él, que, aunque el mundo – duro, cruel, implacable – seguía ahí, que valía la pena tratar de que la vida pudiese ser otra cosa mejor.
Mariano Aguirre Ernst
Analista de política internacional, prémio OBSERVARE 2014.